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Catando En Plata: Catas A Vuelapluma (I) por Luis Astolfi

Cuando alguien que me veía catando un vino me preguntaba que si el vino era mi pasión me gustaba responder que no, que la cultura del vino es mi afición, y que mi pasión, mi auténtica pasión son las palabras, y mi vocación desde que mi viejo profesor don José me enseñó a unirlas de un modo bonito, la literatura. Pero, lo que es la vida, elegí otra profesión, una ingeniería, decisión de la que nunca me he arrepentido porque, mientras que una me ha dado para vivir, la otra me ha dado para soñar.

Hace algunos años, con la intención de fundir de algún modo afición y pasión, vino y letras, surgieron las catas a vuelapluma que publico habitualmente en la red social Facebook, y en las que cuento una pequeña historia en torno a una botella de vino. Y las llamo a vuelapluma porque la escribo en el móvil, rápidamente, sin pensarlo, dejándome llevar solamente por lo que ese vino que tengo en la copa trae a mi memoria, o excita mi imaginación.

Aquí les presento ahora cuatro de ellas, catas a vuelapluma de cuatro vinos diferentes (espumoso, blanco, rosado y tinto), junto a una única recomendación para quien lea estas líneas: bebe el vino que te apetezca, a la temperatura que te apetezca, con la comida que te apetezca, cuando te apetezca, dónde te apetezca y, sobre todo, con quien te apetezca.

ESPUMOSO

Siempre fáciles de beber, tanto para seguir nuestra tradición de beberlo para celebrar algo, como la más general (a la que me apunto) de tomarlo en cualquier momento: aperitivo, durante la comida, o de postre.

Louis Roederer, rosé vintage 2007
-Conservación natural-

Color piel de cebolla, salmón oscuro, casi caramelo. Aroma enorme, llena la nariz. Dulce de caramelo, acidez fresca, lleno de fruta a rebosar. No aparenta su edad, como esas personas que al verlas sabiendo la edad te preguntas cómo lo hacen para parecer tan jóvenes, sin que parezcan jóvenes en realidad. Un jovenzuelo pleno de vitalidad, aunque sin la insensatez de la juventud, en su máximo esplendor de madurez. Suave, delicado, equilibrado lo mires por donde lo mires, lo huelas por donde lo huelas, te lo bebas como te lo bebas.

Burbuja muy fina, cosquilleante, que contrasta con el tremendo cuerpo que posee, cremoso, oleoso y espeso. Es muy largo, se extiende por la boca, la nariz, la cabeza y el tiempo, y despierta a la memoria, a esa parte que, como a un niño, hace tiempo se mandó a dormir.

No hay amargor final, lo que me pone en guardia, porque todo lo bueno suele acabar con una sorpresa amarga. Confiemos en que esta historia acabe bien.

BLANCO

Igual que sucede con los espumosos, son perfectos para todo, pero sin burbujas.

Mar de Frades Finca Valiñas, blanco 2012
-Me pierdo ahí dentro-

Un mar en pleno invierno, frío, agitado, profundo, muy profundo, una mirada insondable que te mira y te hace perderte irremediablemente a poco que te pongas a su alcance.

Tenía que ser ahora, hoy, porque, si no, probablemente habría tenido que dormir un año más. Y me alegro, aunque siempre me duelan estas despedidas, porque no era justo que le hiciera esperar más.

Un vino por el que quizá nadie habría apostado, un vino blanco, de ya once años de edad, conservado a la dura intemperie de una vivienda de ciudad. Un vino que, al darle confianza, ha cumplido con creces las expectativas que no tenía (porque ya nunca las tengo con nada) y que me ha colmado de placer y bienestar en esta ocasión única e irrepetible.

Dorado oscuro, pero transparente. Muy perfumado, al principio retraído, agazapado, esperando la ocasión que hoy se ha dado de saltar sobre las sábanas blancas.

Muy evolucionado, crecido, seco, y sigue estando vivo, lleno de sabor, con una intensa acidez jugosa y un final muy largo, amplio, a plenitud.

Un vino anciano lleno de vida, de experiencia, de deseos, de ganas, de mirada adelante en cada sorbo que le he dado, copa en mano.

Quizá, me ha recordado a alguien. Quizá…

ROSADO

Muchos dicen que un vino rosado no es blanco ni tinto, y que por eso los descartan, pero a mí me gusta afirmar que son las dos cosas unidas en un alma propia, con un color precioso cuando se le mira y que juega al despiste en cada trago que se le da a la copa.

Carmen, Comenge bodegas y viñedos, clarete 2018
-Más que un nombre-

Carmen era un nombre muy popular, muy común, sobre todo en el sur de España; hay muchas mujeres que se llaman Carmen, aunque hoy en día creo que no es un nombre que se ponga a muchas recién nacidas. Carmen, además, es menos frecuente que su variedad compuesta, María del Carmen, o la abreviada Maricarmen, o la más abreviada Mamen.

Carmen, y sus variedades, es un nombres importante para mí: Carmen se llama mi madre, siempre la llamaron Carmencita, aunque ella se auto nombra Maricarnen. También mi hermana, que prefiere Mamen. Carmen también se llama una amiga con la que suelo hablar de vino, la vida, el universo y todo lo demás, y en de quien me acordaba cuando compré y disfruté este vino, hace ya unos meses.

Carmen es un vino de una bodega muy querida para mí, Comenge, porque aprecio mucho sus vinos y a la persona que los hace, mi amigo Rafa Cuerda, amigo desde hace ya casi 20 años.

Los vinos de Comenge, todos, son fantásticos, complejos, elegantes, sabrosos, riquísimos, y vuelvo a ellos cada dos por tres (algo extraño en mí, que en asuntos de vino soy más bien promiscuo). He bebido todos sus tintos, algunos muchas veces, su blanco una vez, pero me faltaba conocer su rosado, este tinto con ama de blanco o blanco con alma de tinto, que todavía no se bien a qué se parece más, estando tan lejos como está de lo convencional, en lo que es tan fácil caer.

Este Carmen, el vino (bautizado así por la compañera de D. Jaime, fundador de la bodega) es denso como un tinto, con cuerpo, amplio, enérgico, y a la vez balsámico, fresco y ácido como un caramelo.

Tempranillo, valenciana y garnacha, con su fuerza de tinto, se unen a la albillo castellana, blanca frutal, refrescante y perfumada. Así con razón lo llaman clarete, aunque si lo catásemos a ciegas, a una temperatura algo más alta de lo usual para estos vinos, cualquiera diría que está bebiendo un tinto.

Hablaba antes de Carmen, y pensaba lo bonito que resuena este nombre en mi memoria. Siento mucho que ni mi mami ni mi hermanita pequeña lo puedan beber, pero yo sí que lo he hecho a menudo, así que me permitiré un consejo: no se lo pierdan, no se van a arrepentir.

TINTO

“A temperatura ambiente”. “Para el invierno”. “Con carne o platos de cuchara”… Muchos tópicos que se aplican a los tintos y que puedes seguir o no, y ver qué sucede si comes acompañado de un tinto un guiso de rape y sepia, unos huevos fritos o un polvorón de La Estepa.

Mala vida, tinto 2019
-Amor de mar-

Me dices que amo el mar, mi mar, y yo te respondo que cómo no voy a amar el mar, si mis primeros recuerdos de mi mar se dibujaron a los cinco años, a finales de la década de los 60, en la terraza de una casa alta construida frente a la playa, a escasos 20 metros del agua, desde la que se admiraba a izquierda y derecha la interminable y blanca costa valenciana, y, al frente, la infinitud del mar Mediterráneo, blanco, verde y azul.

Y te cuento que cómo no voy a amar el mar, si por las mañanas, antes de amanecer, salía a aquella terraza para contemplar junto a mi padre al sol desperezándose justo enfrente, tan sólo unos breves minutos de rojo intenso, hasta que, ya espabilado, no lo podíamos mirar más. Por las noches, al final de un día de juegos y descubrimientos en la playa, me dormía al fin, escuchando agotado el susurrar, cuando no el rugir si el mar se acostaba enfadado, de las olas rompiendo tan cerca que, si volvía a la terraza a escondidas de mis padres, y cerraba los ojos, podía sentir llegar hasta mi rostro la humedad fresca de la espuma, batida con energía unos metros más allá.

El vino de hoy es, como mi mar, de Valencia, y se llama “Mala vida”.

Fue amor a primera vista, desde leer su nombre, que resonó en mi interior con fuerza, aunque mi vida ya haya sido de todo menos mala. O precisamente, tal vez, a causa de ello.

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Nada más verla me cautivó la etiqueta, una etiqueta de lo más expresiva, que puso de golpe ante mis ojos una cuadrícula de iconos de todos los placeres de los que carecen aquellos que a la vida de los que los disfrutan la llaman “mala”.

Después, ya en casa y sin desdibujarse de mis labios una sonrisa de medio lado, lo primero que sentí al beberlo fueron los recuerdos. Recuerdos de un tipo de vino al que unos años atrás me acercaba a menudo, pero que ya hace tiempo que tenía abandonado. Recuerdos, como todos los recuerdos, que estremecen y te transportan a algún momento del pasado, aunque ya no quieras hacerlo.

Leve en la nariz, muy sabroso al llegar a la boca, cremoso y algo lácteo, lleno de regaliz negro y acidez refrescante. Luego, se demora en la nariz largo tiempo, más quizá que en la boca, donde su intensidad amaina rápido tras la primera exhalación, como una borrasca arrepentida sobre el mar, dejando en la lengua un final muy suavemente amargo.

Amo el mar, mi mar, mar en calma al fin tras toda una vida de tormentas. Amo mirar embobado su movimiento sinuoso, buscando a lo lejos un velero inmóvil, oler su aroma profundo a rocas y pescado, escuchar el sonido de su agitación nerviosa, sentir su aliento fresco en mi rostro y saborear su sabor salado de sudor y lágrimas. Y, al fin, meterme despacio en su interior mojado, muy despacio, hasta llegar al fondo, donde ya no hay vuelta atrás para respirar una vez más.

Y sabiendo todo esto, tú, precisamente tú… ¿me preguntas, sorprendida y sonriendo, que por qué amo tanto el mar?

Gastronomía y Turismo